domingo, 22 de julio de 2007

YO LE DEJO PERO, DEBERÍA HACÉRSELO MIRAR


Navegando por internet, me he topado (como los toros) con el blog de Sánchez Dragó. Sabía de su afición a los toros, pero lo que he leído me ha producido una sensación que prefiero no describir. El conocido presentador del diario de la noche de Tele Madrid, ha hecho una "faena" literaria "infumable", pedante, y cursi. Igual es la marihuana que se le ha ido por otro sitio.
Lo dicho señor Drago, debería hacérselo mirar, porque lo suyo no es normal.
Nos pide usted que les dejemos dedicarse a lo suyo y nos dediquemos a otras cosas. Éso es fácil, dejen de torturar a un animal en harás de su experiencia mística y orgásmica y nos olvidaremos de que existen.
Lo del retorno del Jedi, habrá sido un desliz, ¿no?

Del toreo como éxtasis
En griego de nuestros días «éxtasis» significa «parada de autobús»: allí se detiene el tiempo y los usuarios se suben a un vehículo que los conducirá a un lugar lejano: el del arrobo o estado de conciencia alterada y situada fuera del mundo sensible en el que se sumerge el aficionado cada vez que el torero cita, para, templa, manda, liga y carga la suerte, respetando los cánones y, a la vez, reinventándolos, frente a los pitones de un toro bravo.
Ése es, de todos los momentos y emociones que la vida me ha ofrecido, el que yo prefiero, el más estimulante, el más revelador y embriagador, el más excelso, el que más felicidad me ha dado, el que más me dolerá perder cuando la muerte se me lleve.
«Y yo me iré», decía Juan Ramón, «y se quedarán los pájaros cantando», y José Tomás, o el que lo herede, seguirá toreando al natural, de frente y por derecho con el alma puesta en el punto de la plaza donde otros sólo ponen la muleta y, si acaso, que no es poco, la mirada, la femoral y los testículos.
A nadie quiero convencer de nada. El apostolado, en el toreo, es ocioso. Dirijo sólo este cantar a quienes conmigo van. Las emociones no se explican: se sienten, y quien no sienta en la plaza lo que sentimos los aficionados, jamás lo sentirá ni lo entenderá. Déjenos en lo nuestro, dedíquese a otras cosas.
La tauromaquia es -por encima de cualquier otra definición o comparación posibles, y son muchas las que le cuadran- un sacramento. Vale decir: la manifestación de algo visible que provoca en quien lo ve (y más aún en quien lo genera) un estado de gracia procedente de lo invisible. El torero es un místico que al torear levita, el espectador es un devoto y la faena es un trance.
Echemos mano del catecismo, repasemos -aunque cabría irse a otros ámbitos, pero con éste basta- la lista de los sacramentos que la Iglesia de Roma nos propone.
Bautismo: el torero borra el pecado original -que es el de la cobardía, el de negarse a admitir que toda vida es, por definición, pericolosa y no tiene más horizonte que la muerte- y busca, como lo hizo Teseo al perderse en el laberinto de los lances, los terrenos y los tercios del Minotauro, su propio centro de gravedad. Es la apuesta y la ruta -la tentativa del hombre infinito- del nosce te ipsum (conócete a ti mismo) y del ne te qaesiveris extra (conviértete en quien eres) para no haber vivido en vano.
Confirmación: el novillero es sólo un catecúmeno. Hay que tomar la alternativa y confirmarla después en la basílica del Vaticano de Las Ventas y ante un obispo de Roma -el que la preside- para llegar a ser torero de verdad.
Orden sacerdotal: a partir de ese instante -el de la alternativa y su confirmación- ya no hay vuelta atrás. Se ha cruzado el Rubicón, la suerte está echada, la ceremonia imprime carácter y el torero es ya, y lo es para siempre, del mismo modo que el cura sigue siéndolo aunque ahorque los hábitos, matador, maestro, sumo sacerdote, pontifex maximus, hierofante.
Penitencia: el torero se confiesa -revela su personalidad- en público, y frente al público, y éste lo perdona con el ego te absolvo del silencio, lo premia con los olés y los pañuelos o, cuando a su juicio peca, esto es, cuando conculca los cánones de la doctrina, del Dogma o del devocionario de la tauromaquia, le impone la penitencia del silbido, del abucheo, de la bronca, y le niega -impidiéndoselo- hasta el saludo.
Matrimonio: el torero es ying, mujer, cuando hace el paseíllo y se pavonea, cuando se adorna, cuando embarca al animal en el vuelo -verónica o lo que sea- de su falda, cuando ofrece la taleguilla y abre el compás de sus piernas para que el toro -macho, varón, yang- se encele, acuda al reclamo de la hembra y embista su ingle con el falo de los pitones. Luego, a lo largo de la corrida (¿corrida?), van cambiándose las tornas por contacto, por ósmosis, por empatía, por trasvase, por contagio, por restregón y achuchón, hasta formar -el torero y el toro- volcándose, recibiendo o al encuentro, lo que el latino llamaba «monstruo de las dos espaldas». ¿Tercio de muerte o tercio de cópula? El estoque, erguida verga de curvo bálano, se hunde hasta la cruceta en el hoyo o coño de las agujas, golfo de sombras éste (lo dijo Alberti) que tiene, como el pubis femenino y el símbolo del feminismo, forma de triángulo isósceles.
El torero, tras consumar así el matrimonio, se yergue, jaquetón, y el toro, convertido en esposa desflorada, se derrumba con las patas por alto mientras los ojos se le vidrian al sentir que lo inunda el orgasmo de la muerte. De la herida, por cierto, brota sangre: la del himen.
Y, por último, eucaristía. A las cinco de la tarde (a las siete hoy, pero sigue siendo la hora lorquiana de Ignacio Sánchez Mejías), cuando el sol inicia el declive del crepúsculo y con él se retira la energía de esa metáfora del mundo que es el ruedo, la sangre derramada actúa como savia sabia que mantiene la vida del planeta durante el letargo nocturno. Y así la tauromaquia, transformándose en pascua de resurrección, nos redime como la comunión al feligrés e impide la muerte de la naturaleza y la extinción del ser humano.
Por cierto: la carne del toro -rabo, por lo general (va con segundas… ¡Curiosa felación!)- se come, convertida en Sagrada Forma y acompañada por copiosas libaciones de vino tinto, que parece sangre, altera nuestro estado de conciencia, nos ayuda a encontrar y proclamar la verdad -la veritas del borracho- y, para colmo, como el Grial, se sirve en cáliz. ¿Dije eucaristía?
Embriaguez divina, religión, sacramentalidad, éxtasis… Nadie, en consecuencia, se extrañe si añado ahora que la reaparición de José Tomás el 17 de junio en Barcelona es para la afición algo similar a lo que la parusía -la Segunda Venida- representa para los cristianos. El regreso del Redentor, el retorno del Jedi, la llegada del Reino prometido, la resurrección de la carne y de la idea de España allí donde ésta corre más peligro. ¡Toree luego don José -el Mahdi, Kalki, Maitreya, Quetzalcoátl- en Bilbao, en San Sebastián, en Vitoria, y en Las Ventas como sólo él sabe torear, y el milagro se habrá consumado!
Para terminar, un quite. Encontrábase cierto día José Tomás en el domicilio de Joaquín Sabina, haciendo sobremesa y velada, cuando a uno de los contertulios se le ocurrió lanzar la pregunta de cómo y dónde preferiría morir cada uno de ellos. Fue pasando la vez y la voz, llegó el turno del torero, reflexionó éste, abrió una pausa con orla fúnebre y, recreándose en la suerte, de la respuesta dijo:
-En la plaza.
Ante eso, por mi parte, sólo cabe una reacción. La de exclamar lo mismo que exclamó Dalí cuando, al volver a España tras la guerra se enteró de la muerte de su amigo Federico y, consciente de que aquella estocada asesina era el perfecto remate de la extraordinaria faena compuesta por la vida y obra de Lorca, apostrofó:
-¡Olé!

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