sábado, 11 de septiembre de 2010

DEDICADO A "PLATANITO", EL TORO QUE SERÁ ALANCEADO EN TORDESILLAS

 

 Nunca he estado en Tordesillas, aunque han sido muchas las veces en que he transitado por el tramo de la carretera desde la que se accede a la localidad.

 Hace muy pocos días, paramos en un bar a escasos kilómetros del pueblo en donde cada mes de septiembre desde el siglo XVI, según cuentan las crónicas, un día, el de la Virgen de la Vega, se procede a la suelta un toro de lidia, que es perseguido y acosado a campo abierto por los llamados torneantes y  lanceros de a pie y a caballo, con el único fin de clavarle sus armas hasta herirle de muerte.

 Este acontecimiento, tiene hasta una teoría antropológica: un estudio llevado a cabo por un aristócrata inglés de nombre Julian Pitt-Rivers, considerado como el impulsor de la llamada “antropología de la comunidad”.

 Incluso el Torneo ha servido para crear frases tan complicadas de digerir como éstas:

 “El rito del Toro de la Vega ofrece un ejemplo de violencia localizada, socialmente productiva (produce cosas que no fabrica el capitalismo ni el mercado: buenos vecinos, y hombres y mujeres dispuestos a procrear); aplaza la labor de la muerte ofreciéndola el sacrificio de un animal totémico y el de aquellos que se juegan la vida enfrentándolo”

 Hay muchas más interpretaciones que podría citar, pero creo que, con la que he reproducido, y otra que podrán ustedes leer más adelante, es suficiente. Aún así, si es amante de lo inescrutable que resulta a veces la mente humana, aquí puede ampliar el catálogo de justificaciones a tan interesante fenómeno social.

 Pero volvamos al bar de carretera: tras la barra, en la que los empleados se afanaban en atender a los clientes, y sobre una estantería de madera, se podían ver diversas figuras esculpidas: la silueta de un toro de lidia, junto a otra que representaba a un jinete conduciendo 3 o 4 toros con la garrocha bajo su brazo, y  la de un torero realizando un pase de muleta. Numerosos carteles taurinos colgados de las paredes, y por si fuera poco, una enorme cabeza de toro que parecía observar el trajín del establecimiento.

 Pensé en sacar el iPhone para inmortalizar la esperpéntica visión, pero después de mirar a mi alrededor, y analizar la situación, decidí que ya era bastante duro el trance de dar por finalizadas las vacaciones y volver a la rutina, cómo para encima meterme en “camisas de once varas”.

 Evidentemente tenía la opción de “salir por patas”, y buscar otro lugar un poco más acogedor, pero eran ya más de las tres de la tarde, “Gatunita” llevaba un rato maullando en su trasportín, y las piernas estaban un poquito entumecidas. Imaginé, además, que en la zona en la que estábamos, la Meseta Castellana,  la decoración de los locales más próximos dedicados a la restauración, no iba a diferir mucho de la que tenía ante mis ojos.

 Afortunadamente había en el exterior una terraza con varias mesas, y decidimos que era el lugar ideal para comer, lejos de la mirada del toro que un día pasó por las manos de un taxidermista. Comeríamos, eso si,  en compañía de las simpáticas moscas a las que yo siempre he calificado como “cojoneras”. Tampoco era ésta una cuestión relevante, ya que si hubiera hecho un recuento de los dípteros presentes que volaban sobre nuestras cabezas, y que de vez en cuando se posaban en la comida, seguro que había más dentro del pequeño museo gastronómico taurino que fuera de él.

 Pedí un pincho y un bocadillo de tortilla, que por cierto resultó ser enorme, una coca cola, y una jarra de cerveza. Ésta tuvo que ser de medio litro, porque sólo había dos opciones: o era de esa capacidad o era del doble-- según me informó la camarera. Tampoco era importante: tengo la “suerte” de no haberme sacado jamás el permiso de conducir, y en cualquier caso, si así fuera, siempre me hubiera quedado el recurso de decirle al guardia civíl de turno lo que en su día soltó Aznar en su ciudad natal, ¡Valladolid!, en defensa del vino: “déjeme que beba tranquilo, mientras no ponga en riesgo a nadie ni haga daño a los demás”.

 Y dicho esto, aprovecho para pedir perdón a los pucelanos que no comulgan con sus ancestrales costumbres taurinas y por supuesto a los vecinos de Tordesillas que abominan de su cruel tradición. Sé que los hay, y en abundancia, y por tanto no se deben dar por aludidos.

 Siguiendo con el relato, os diré que, una vez sentados en la mesa, acompañados de la gata, que afortunadamente había dejado de dar la serenata, apareció un grupo de trabajadores encargados del mantenimiento de la Autovía, y que en número de 6 o 7 tomaron asiento, quitaron las mesas que tenían alrededor, que supuse que les molestaban, y se sentaron haciendo un círculo, simulando la grada de un coso taurino, eso sí, con las piernas bien estiradas o como se dice vulgarmente “bien repanchigados”.

 No había nadie más a nuestro alrededor, así que, fue imposible no oír de lo que hablaban. ¿Te imaginas, querido lector, cual era el tema de la conversación? Los toros, los toreros, y el Torneo de Tordesillas.

 La culminación de la visita a tan gran templo del saber culinario se produjo cuando, una vez terminada la comida, que había pagado previamente, me dirigí al interior del establecimiento para visitar el lavabo. El medio litro de cerveza estaba haciendo su efecto. El paso desde la terraza al interior del bar, supuso que inevitablemente tenía que atravesar la zona de la tertulia taurina, pero el graderío impedía materialmente que fuera posible. Me quedé parado frente a ellos, mirando, sopesando la posibilidad de que alguno de los contertulios hiciera ademán de moverse, y me permitiese el paso. Pero la lógica, en coyunturas como ésta, hace que lo esperado resulte ser una quimera. Seguramente, estaban tan enfrascados en la conversación, que no se dieron cuenta de que un simple humano como yo, era incapaz de pasar de un tendido a otro, atravesar la plaza y salir de ella para poder acceder de nuevo al museo taurino con olor a sofrito y atestado de moscas “cojoneras”. Podía haber dado un rodeo, haber dicho: “me disculpan”, “serían ustedes tan amables”, “me permiten”... pero simplemente, “no me salió de los cojones”, con perdón. Supongo que esta situación también tendrá una explicación antropológica, pero desgraciadamente el señor Julian Pitt-Rivers ya ha fallecido y no podrá desarrollarla.

 Y es éste uno de esos momentos en los que la sangre te hierve, en el que te planteas si el género humano lo es realmente, y cuando la glándula suprarrenal empieza a descargar adrenalina , que empieza a fluir por tus arterias y venas, y dices: ¡hasta aquí hemos llegado!

 Una de las sillas centrales del graderío estaba vacía, así que, la empujé con cierta rudeza hacía el centro de la plaza, pasé por un mínimo hueco que había entre dos de los homínidos sentados,  expresé  en voz alta las “gracias” al público asistente y desaparecí de su vista al entrar por la puerta del bar. Debo aclarar que la primera opción que procesó mi sistema límbico fue darle una patada a la silla vacía, pero parece ser que a mi corteza cerebral no le pareció conveniente dicha propuesta y no respondió al desafió emocional. Se puede decir que atenuó mi respuesta a tan curioso y lamentable desafío.

 Cuando regresé, el trayecto que tenía que recorrer era el mismo, ya que en la mesa que habíamos ocupado estaba mi mujer con la gata y su trasportín, esperando para coger el coche y reemprender el camino hacía Madrid. Mientras me dirigía hacía allí, pensé que soltarían algún improperio, pero no hicieron ni una mueca, tan sólo bajaron la cabeza y la tertulia se sumió en profundo silencio. No piensen ustedes que se preocuparon de abrirme un espacio por el podría pasar con más comodidad, no, no se habían movido ni un milímetro de los lugares que ocupaban. Allí seguían, “despatarrados”.

 El martes, en Tordesillas, a las 11 de la mañana, hora peninsular, las hordas de tordesillanos, que no de bárbaros (para los romanos éste término se utilizaba para nombrar a los extranjeros, y para los árabes debo suponer que también), acosarán a un toro de lidia a campo abierto hasta darle muerte, y estoy seguro de que alguno de los personajes que fueron protagonistas de esta historia, acudirán a presenciarlo. Puede que incluso sean portadores de alguna lanza.

 Como explicaba recientemente  en la carta de respuesta a la Unión de Criaderos del Toro de Lidia, el animal, acosado, sentirá emociones que nacerán de su instinto y aprendizaje sobre la supervivencia: miedo, angustia, ansiedad, frustración, desesperanza, dolor, tomará conciencia de la situación, pero será incapaz de encontrar explicación al por qué de esa novedosa experiencia, y será incapaz de adaptarse al desafío, lo que aumentará aún más su sufrimiento.

 A diferencia de que lo sentí ante la situación descrita, que se asemejaba a otras ya vividas y por tanto memorizadas y conocidas, en la que fui capaz de tomar una decisión voluntaria más o menos acertada, siendo consciente de las consecuencias que me podría acarrear, el toro sólo tendrá la opción de huir, de correr hasta que las fuerzas se le vayan agotando, pararse para mirar, recuperar el aliento, y responder, dentro de sus capacidades, a los brutales ataques a los que se será sometido.

 El final de mi desafío a los tertulianos del bar de carretera podía haber sido distinto del que fue; el de “Platanito”, un toro negro de 5 años de la ganadería de Valdeolivas, elegido este año para perpetuar la repugnante tradición, será el de perder la vida por una lanza que atravesará su corazón o alguna zona cercana al mismo, para ser posteriormente acribillado con la puntilla. Esperemos que este año, el “homo habilis”, encargado de dar por finalizada tan enriquecedora experiencia, sea un poco más hábil que el del año pasado.

 Y digo enriquecedora, porque, entre las teorías antropológicas del Toro de la Vega se dice que “es un ritual de fertilidad que anuda el lazo social, revitaliza a la comunidad, y crea las bases simbólicas de la diferencia sexual masculino/femenino para conducir a la pulsión hacía el sexo fértil y creador”.

 ¿Tan complicado es echar un polvo en Tordesillas que tienen que montar este ritual de sangre todos los años desde hace cinco siglos?

3 comentarios:

Rubén dijo...

Yo tengo hecha la promesa de no visitar Tordesillas precisamente por mantener esta bárbara tradición. Lo que implica, seguramente, que jamás pisaré ese lugar, para mí maldito.
Un saludo y enhorabuena por la entrada y por el blog.

clariana dijo...

He seguido tu escrito con interés y con cierta sorpresa por todo lo que ibas contando que sucedía a tu alrededor en ese lugar.
Me apena la suerte del pobre torito "Bananero" una víctima más de esta manera de pensar tan ancestral y atrasada. Sólo tengo la opción de desear como tú dices que tenga suerte y que su muerte sea rápida, que atinen con la lanza a la primera. Y que se pueda acabar pronto con esa horrenda tradición de Tordesillas. Me admira vuestro sentimiento hacia los animales. Un saludo.

. dijo...

Es una lastima que aun existan poblaciones ( de la España profunda ) donde aun este permitido el asesinato, al fin y al cabo es la culpa de la sociedad..inculta, ignorante, Tordesillas demuestra ser una de esas localidades donde el futuro no existe y sus gentes, los que apoyan estos " eventos " deberian estar en la carcel o muertos, sin mas. Estos sacudidas de un pueblo contra un animal me crean una gran verguenza, es normal que este pais no llegue a ser como deberia ser, no avazaremos mientras esto se siga manteniendo, y quien diga que las tradiciones han de mantenerse, que se aplique el cuento y lo hagan con todo..es decir..penas de muerte y ahorcamientos en la plaza el pueblo como en antaño? o quizas otra quemaq de brujas..porque no? si hay gente retrasada en el sentido mental y en el del tiempo, esperemos que no ns dejen legado!

PD: joder ! me encantaria cojer a esa gente y uno a uno darles una buena paliza LOL