domingo, 2 de septiembre de 2007

EL ARTE DE PICAR




EL `ARTE' DE PICAR
Como antitaurino me importa un bledo que a los toros se les pique «bien» o «mal» ya que, de una u otra forma, los animales van a sufrir por encima de lo imaginable (aunque puestos a elegir, prefiero que los piquen mal: cualquier «deslucimiento» de la «fiesta» siempre será bienvenido). Pero como antitaurino también me interesa qué es lo que ocurre en ese llamado «tercio de varas», eufemismo empleado por los taurinos para denominar a la tortura que se le aplica al toro con la vara de picar.
Lo que se supone que se persigue picando al toro
Picar al toro tiene en principio dos objetivos: debilitarlo y obligarlo a humillar la cabeza. El debilitamiento se consigue provocándole una gran hemorragia, lo cual a su vez es posible gracias al cordel que cubre la parte trasera de la puya [cuerda enrrollada y encolada]. Así, ésta, además de cortar los músculos, los machaca, y la herida que produce es bastante más sangrante que la que se produciría con sólo un corte afilado. Un toro puede perder en la operación de picado dos y más litros de sangre, lo que significa alrededor del 10% del total de la que tiene (unos 19 litros). Una persona que perdiera una cantidad proporcional a la señalada queda postrada. La humillación (suelen utilizar el eufemismo de «ahormar al toro») se consigue lesionando los músculos y ligamentos que le sustentan la cabeza. Con dichos músculos hechos papilla, el animal no es que se humille, es que no puede levantar la cabeza, lo cual facilita el posterior lucimiento del matador y, sobre todo, reduce el riesgo de cogida tanto durante el toreo de muleta como en el momento de entrar a matar y descabellar. También pierde fuerza y siente dolor cuando intenta cornear de abajo arriba.
Los mejores efectos para alcanzar estos objetivos, ya lo tienen estudiado, se obtienen picando al toro en la zona superior del trapecio cervical, sobre la quinta vértebra aproximadamente, que es el lugar más apropiado para lesionar los músculos extensores y ligamentos de sustentación de la cabeza) y hasta una profundidad de unos 9 centímetros para no dañar vascularizaciones demasiado profundas (para ello, la vara de picar tiene una cruceta a 8,75 centímetros de su punta. En esta zona es difícil dañar la funcionalidad del animal, a excepción de las lesiones buscadas y ya reseñadas.
Esta «suerte», así realizada, y con la expresa prohibición que hace el Reglamento Taurino de no barrenar (girar la puya como un sacacorchos), no tapar la salida (dejar que el toro retroceda cuando no pueda soportar el dolor) y no insistir (no hacer un mete-saca con la puya) es la forma correcta de «aplicar el castigo». Pero esta forma «correcta» de picar al toro, a pesar de los daños señalados que le provoca, no parece causar suficiente merma al animal como para que los valientes matadores toreen a gusto, y según un estudio realizado entre el 25 de mayo y el 8 de junio de 1.998 por un equipo de veterinarios especialistas (¡!) en el tema y sobre un total de 83 toros lidiados, el 95,3% de los puyazos se realizó fuera de la zona indicada; el 54% provocó una hemorragia más abundante de lo deseable; el 100% alcanzó una profundidad superior a la de la longitud de la puya (con una media de 21,6 centímetros y varios con más de 30) y el 62% se realizó con mete-saca (con una media de 7,4 mete-sacas por vara). En resumidas cuentas, ni una sola vez se realizó la «suerte» según los propios cánones taurinos.
Lo que en realidad se consigue picando al toro
Según el mencionado estudio, la mayor parte de los puyazos (más del 42%) los reciben los animales bastante más atrás de la zona considerada idónea. En este lugar la vascularización es mayor y las hemorragias que se provocan son, por tanto, más abundantes. También es más rica en terminaciones nerviosas (lo que provoca mayor dolor) y cercana a la apófisis espinosa de las primeras vértebras dorsales que, al resultar dañadas, ocasionan claudicación (cojera). El 35% de los puyazos son colocados en una zona mucho más profunda que la señalada en el reglamento. Aquí se lesiona la escápula (que tiene una función parecida a la clavícula humana) produciendo pérdida de manos (flojedad en las patas), y los músculos del tórax, disminuyendo la capacidad respiratoria del toro (se fatigará antes). Algo más del 9% de los puyazos se aplican en una zona no sólo más profunda sino también más trasera. Estos puyazos consiguen romper costillas y perforar la pleura y el pulmón. Los efectos son lógicos: el animal se va ahogando lentamente con los pulmones encharcados con su propia sangre. El 6% de los puyazos los reciben los animales sobre las vértebras dorsales centrales. La médula espinal queda tan cercana que resulta fácilmente dañada, produciendo parálisis traseras más o menos acusadas. El 4% restante de los puyazos se reparten por las paletillas (produciendo cojera), en la unión del cuello y el tronco (limitando los movimientos laterales de la cabeza), y en otras zonas más o menos próximas (provocando diversas lesiones).
Con independencia de las lesiones que provocan a los animales, es también «curioso» señalar la profundidad de las heridas que consiguen producir con una puya (cuya longitud hasta la cruceta, repetimos, es de «sólo» 8,75 centímetros). El informe indica una media de 21,6 centímetros, aunque comenta que algunos puyazos rebasaron los 30 centímetros (y tenemos informes que certifican profundidades de hasta ¡42 centímetros!) ¿Puede uno imaginarse cómo consiguen alcanzar tales profundidades?: utilizando la cruceta a modo de sacacorchos, por lo que no en pocas ocasiones la vara queda enhebrada en las carnes y no hay forma de sacarla. De esta forma, la herida no es sólo profunda, sino también amplia. ¿Podemos ni imaginar un boquete abierto en las carnes del toro de 13 x 21?
Otro dato curioso es lo compasivos que demuestran ser los señores que redactaron el Reglamento Taurino para con los toros más jóvenes: los novillos. Para evitar que pudieran sufrir heridas de tanta consideración, tuvieron el gesto de ordenar que las puyas que se apliquen a estos animales tengan 3 milímetros menos de longitud (ha leído bien: 3 milímetros menos). Y no es menos curioso el dato de los mete-saca que recibe el toro en cada puyazo: una media de 7,4. Eso quiere decir que un toro que recibe los dos puyazos mínimos reglamentados, sufre en realidad una media de 15 entradas y salidas de la puya y de 3,57 trayectorias en cada puyazo (es decir, por cada herida visible en la piel, 3,57 heridas internas no visibles).
Por todo ello no puede sorprendernos saber que el 80% de los toros indultados mueren en los días posteriores a la lidia por las heridas recibidas. En realidad, lo sorprendente es que alguno de ellos logre finalmente sobrevivir.
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Autor: Luis Gilpérez Fraile (Vicepresidente de ASANDA, Sevilla), Vocal de la F.E.S.P.A.P.
Reproducido de la Revista S.O.S. Animales publicada por ANDA, invierno 1998, pp.34-35

1 comentario:

Anónimo dijo...

Estimado Sade, permítame hacer aquí un pequeño añadido a este magnífico escrito, pero esta vez sobre otra víctima inocente, y normalmente olvidada, de la llamada suerte de varas: el caballo.

Hasta 1928, año en que se empezó a utilizar el peto para los caballos de picar, éstos iban totalmente descubiertos y sin ningún tipo de protección, siendo fácil que en la lidia de cada toro muriesen varios de ellos. Normalmente, se trataba de caballos viejos o enfermos que ya no eran útiles a sus dueños, y que, después de años trabajando duramente para ellos, la jubilación que éstos les proporcionaban era morir en una plaza de toros; sin duda, en agradecimiento por los servicios prestados. Asimismo, hacer notar que dicho elemento de protección no fue incluido por los taurófilos por piedad hacía los nobles brutos, sino más bien porque el caballo en esa época empezaba a ser sustituido por las máquinas en muchos trabajos y el número de ellos cada vez era menor, siendo, consecuentemente, cada vez más caros. La prueba más evidente de la nula piedad que los taurinos sintieron siempre hacia esos pobres equinos es aquella frase que se hizo famosa entre el público en las plazas de toros: “¡Más caballos, más caballos!”. Se ve que el espeluznante espectáculo de los pobres animales relinchando de dolor y destripados sobre el ruedo era algo que divertía de forma especial al refinado y sensible público taurino de la época.

Aun así, los caballos siguieron muriendo durante años en las corridas de toros, ya que aquel primer peto era muy pequeño, y excepto el vientre y el pecho apenas protegía poco más de ellos. El peto fue evolucionando y haciéndose más grande a lo largo de las siguientes décadas, hasta llegar al de hoy en día, que, empleando materiales similares a los de los chalecos antibala, hay que reconocer que da bastante protección. De todas formas, todavía hoy en día muere o es herido algún que otro caballo de vez en cuando, ya que la protección en el lomo y el cuello es inexistente. Lo que ocurre es que cuando alguno muere ya no lo hace en el ruedo, a la vista de los espectadores, sino en el patio de caballos de la plaza; algo que, además, los taurófilos bien se encargan de omitir en sus crónicas taurinas, conscientes de que es algo que no les favorece en absoluto ante la tan sensibilizada opinión pública actual contra las corridas de toros. Tontos no son, no. Ah, para no alargar esto prefiero omitir aquí a los caballos de rejoneo, de los cuales baste decir que hace tan sólo unos días murió uno, de nombre Bohemio, en la plaza de toros de Navamorcuende, Toledo.

Para finalizar, sólo decir que, quizá sólo superada por el circo romano, la tauromaquia tiene el dudoso honor de poder presumir de ser uno de los espectáculos de masas más crueles y sangrientos de la historia humana. Miles y miles de toros y caballos, además de los toreros muertos en el ruedo, son tristes pruebas de ello. Lo lamentable es que en pleno siglo XXI aún siga existiendo semejante anacronismo.

Un cordial saludo,

Toxu.