Esto, lo que es, es una putada». Lo repetían los cirujanos, los veterinarios, los auxiliares, negando con la cabeza mientras en la mesa de operaciones trataban de ordenar ese amasijo de tripas, sangre y arena. Mucha arena en las vísceras desparramadas del caballo Patanegra. «Una faena», decían. La que salió mal cuando Latoso, el quinto de la tarde del 23 de mayo en Las Ventas, ensartó al potro en el aire de una cornada brutal. Y al tendido se le cortó la respiración. Y el jinete, Pablo Hermoso de Mendoza, agarró (literalmente) al toro por los cuernos mientras su caballo volaba sobre él. Y a Patanegra se le escapaban las tripas cuando lo arrastraban fuera del ruedo. Y su jinete lloraba. Y el caballo se moría. -Una putada… Pablo Hermoso de Mendoza, uno de los mejores rejoneadores del mundo, todavía puede decir que nunca, en 20 años de carrera, en 1.600 corridas, le han matado un caballo en la plaza. Patanegra está vivo, pero casi le hunde la estadística. Nació hace poco menos de cuatro años en su finca de Noveleta, muy cerca de Estella (Navarra). Entonces lo llamaron Caracolillo por canijo y por su pelo tan rizado. El Caracolillo no pidió nunca salir a los ruedos. El Caracolillo no eligió llevar, de nombre artístico, Patanegra. Al Caracolillo casi lo mata un toro. Los veterinarios hablaban mientras limpiaban, cortaban, cosían. -Exponer así a un caballo es inhumano. -Otros les hacen correr en los hipódromos hasta que revientan. «¿Dónde está el límite?», pregunta Ramón Herrán, el cirujano que operó a Patanegra. El legal, para los caballos de los picadores, en una normativa de 1930 que les obliga a llevar un peto protector. «Muchas veces esos petos sólo sirven para ocultar las heridas. Muchos no sobreviven a dos o tres festejos. A veces, al quitárselos, se descubre a caballos destripados», denuncia Francisco Vásquez, director de Anima Naturalis. Su organización reclama que los petos sean obligatorios también para los caballos de rejoneo como Patanegra, que se enfrentan al toro a pelo. Otros lo consideran contraproducente. Las monturas tienen que acercarse mucho al astado, moverse rápido para esquivarlo, y un corsé lo impediría. Por eso los toros de rejoneo van afeitados. Así miden peor la distancia de la embestida. Pero eso no le sirvió a Patanegra. ¿Quién le preguntó al caballo si quería jugarse la vida a pecho descubierto? Los toreros, como el corneado Israel Lancho el pasado miércoles en las Ventas, lo deciden ellos. su raciocinio los lleva al coso. ¿Pero el caballo? Patanegra, el animal, no decidió nada. Lo hicieron otros por él. ¿Es legítimo? ¿Es lícito usar así a tu bello ejemplar? Le espolearon al borde mismo de la muerte. -Una faena… Lusitano y castaño, Caracolillo nació muy chico, pero muy bien cortado de formas. Luego, en la arena, su carácter le hizo grande. Le viene de linaje. Su padre, Gallo, es probablemente el mejor corcel que ha pasado por la quinta de Hermoso de Mendoza. Y su abuelo materno, Neptuno, fue el mítico caballo que hace 20 años a punto estuvo de matar a coces a su dueño, Manuel Vidrié, antes de salir al ruedo. UN FUERA DE SERIE Hermoso no quiere decir cuánto vale el potro nieto de un dios furibundo. Para un rejoneador, un animal así no tiene precio. No los venden, los crean. Quieren triunfar con ellos. Gregarios muy inferiores, admite, pueden llegar a los 100.000 euros. Y campeones de su categoría, en las carreras, se acercan al millón. «A los dos años y medio empezamos a ver su potencial. Tenía muchísima personalidad. Miraba muy altivo, siempre de arriba a abajo. Era curioso, se salía del grupo», cuenta el rejoneador. «Empecé a montarlo pronto porque era muy conflictivo. Pero tenía una intuición y una condición física fuera de serie». Esas cualidades le destinaron al ruedo a los tres años, cuando los caballos de rejoneo suelen empezar con siete. Hermoso de Mendoza llevó a su Caracolillo, aún potro, a hacer las Américas. Aún no llevaba el nombre artístico que le pondrían después para seguir la estela gastronómica de su hermano Caviar. El 18 de febrero, torero veterano y caballo debutante esperaban a Indio, el quinto de la tarde, en el ruedo de Villa Álvarez (México). El toro, al salir de chiqueros, arrancó por sorpresa, atravesó las puertas y escapó a través de una feria llena de críos. «Los caballos suelen asustarse ante situaciones así, pero él se fue a buscar al toro entre las atracciones y lo devolvió al ruedo demostrando su temple», recuerda el jinete. Pero el sábado de la pasada semana, Patanegra se asustó. La tarde era rara en el coso. El patio de Las Ventas estaba lleno de barro tras la tormenta. Los rejoneadores no querían sacar a los caballos sucios, y calentaron poco. El potro no estaba a punto. Y el torero lo notó. Pero el tiempo y la bestia ( 531 kilos de toro negro) se les echaron encima. «La culpa fue mía. Siempre es del jinete. Conozco al caballo y en los primeros galopes sentí menos destreza. Cuando quise corregirlo el toro venía ya a una velocidad tremenda. En esa distancia tan corta tiene que ser el caballo quien reaccione. Y él intentó huir tomando el camino más corto. Quiso saltar sobre el toro y ahí fue cuando lo cogió». Diez personas llegaron al hospital de caballos de la Universidad Complutense con Patanegra en volandas. El equipo de guardia los esperaba. Los aficionados entraron en tropel. Los estudiantes de la Facultad de Veterinaria que vieron la cornada por la tele acudieron a salvar al caballo medio muerto. -Una faena… «Su estado era deplorable. Había perdido el 10% de su sangre. Llevaba las tripas fuera. Y una costilla seccionada con un corte seco, como el de una cizalla», dice el cirujano Ramón Herrán. Dos anestesistas, tres veterinarios y cinco auxiliares se enfrentaron a aquella carnicería. Herrán, con una incisión limpia y vertical, extirpó su costilla y remendó su intestino. Cuando salió del quirófano, cuatro horas después, Pablo Hermoso de Mendoza lo esperaba en silencio. -Cuenta que no tienes caballo. Hermoso de Mendoza vio nacer a Caracolillo. Educó sus músculos y su carácter. Lo montó hasta que dejó de sentirle como un peso. Aprendió a comunicarse con él. Y luego lo lanzó al ruedo. Cuando vio que aquel toro se lo mataba, se interpuso arriesgando la vida. Después se derrumbó. «En otros accidentes siempre he sido yo el perjudicado. Pero esta vez salí intacto, sin un rasguño. Sentí una culpabilidad tremenda, creí que lo perdía. Y entonces pensé que no valía la pena todo ese trabajo para acabar arriesgando la vida del animal de esa manera...». El rejoneador no llega a pronunciar la palabra abandono. «Esa noche me lo planteé. Luego llegué a la conclusión de que he nacido para esto. Entiendo a quienes lo critican, pero nadie puede decir que no amo a mi animal. Le he dedicado mi vida». La vida del rejoneador es la muerte del toro. A veces, la del caballo. No hay equino nacido para torear. Balancín, el más conocido, murió reventado el 8 de octubre de 2000 en Zaragoza. La cornada le partió tres costillas, le destrozó un pulmón y su intestino escapó por el enorme boquete de la herida. Sólo ese año, Imperial, Napoleón, Romance, Zurbarín, Caparica, Mariscal y Salgueiro corrieron su misma suerte. Eso por citar algunos casos sonados, ya que no existe estadística oficial. La Unidad de Asuntos Taurinos del Ministerio del Interior, que sí contabiliza otros detalles de la lidia, carece de información sobre caballos muertos. «En la última década no habrán sido más de tres», aventura Hermoso. «Ocurre muy poco». Pero la misma tarde que empitonaron al suyo, sólo media hora antes, avisaron a Herrán de otra cornada. «Sucede más», dice, «en plazas de segunda y tercera. Pero a cualquier rejoneador le ha ocurrido una vez. O le ocurrirá. Este mundo mueve mucho dinero, por eso no hay estadísticas. Lo bonito ahora es decir que Patanegra se ha salvado, que ha vivido. A nadie le interesa que se conozca cuántos mueren. Ni cómo». Al doctor Herrán no le gustan los toros. Y el sábado se le llenó el hospital de aficionados que seguían a un caballo moribundo. «Hay gente que paga para que esto se produzca. Y luego llora». Sesenta de sus compañeros, unidos en la Asociación de Veterinarios por la Abolición de la Tauromaquia, coinciden con él. «Resulta extraño que la gente diga que sufre por el caballo y sin embargo el toro no les importe», señala su vicepresidente, José Enrique Zaldívar. «¿Alguien se ha preocupado por el toro? Los mismos que pagaron por ver cómo lo mataban, lloraban por el caballo. Es incomprensible». PITONES ENFUNDADOS En Portugal, país también de rejoneo, no hubiera ocurrido. Los toros llevan los pitones enfundados en cuero. Con esas fundas, el asta no hubiera traspasado el abdomen del potro. ¿Por qué no es así en España? «El mundo del toreo es muy tradicionalista. La evolución será lenta pero llegará. Yo apoyaría ese cambio. Habrá puristas que digan que no, pero la emoción sigue intacta», opina Hermoso. Incluso apoderados como Julio Fontecha avalarían un reglamento que impusiera las fundas. Pero... «aquí no ocurrirá. La tradición taurina en España es casi imposible de mover». O no. Plazas como la de Zaragoza, San Sebastián de los Reyes (Madrid) o Sant Cugat del Vallés prohiben el bombero torero porque, dicen, es indigno que los enanos bajen al coso para dar espectáculo. Y crecen las protestas contra la utilización de animales en circos. ¿Le toca ahora, además de al toro, al caballo? Un día después de la operación, Patanegra estaba en pie. Con una cornada en la barriga casi ningún caballo sobrevive. «Al día siguiente ya estaba alerta, relinchando, con ganas de comer», dice Herrán. «Este caballo es de otro mundo». En dos semanas podría salir del hospital (no reaparecerá el 11 de junio en Bilbao, como se ha dicho). Y en dos o tres meses, volver al ruedo. Listo para otra faena.
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